Sombras viejas by Francisco González Ledesma

Sombras viejas by Francisco González Ledesma

autor:Francisco González Ledesma [González Ledesma, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2007-10-05T00:00:00+00:00


XXV

La familia de Esteban Ortiz había conocido, algunos años antes, fechas prósperas y hasta felices, aunque siempre dentro de una declarada medianía económica. Trabajaba el padre, y la madre cuidaba, bien o mal, a sus dos hijos, de los cuales Esteban era el mayor. Aventajaba en tres años a su hermana Alicia, que tenía ahora, por lo tanto, dieciocho. Era la misma de que había hablado evasivamente al oficial Miguel de Latorre. En cuanto a esa buena época, se situaba para ambos en uno de los primeros recuerdos de la infancia.

Luego había caído sobre ellos una adversidad brusca, tremenda, que consideraron siempre como uno de esos males repentinos, que vienen porque sí. Sin embargo, todas las pequeñas cosas, todos los mínimos actos, exigen una minuciosa y cuidada preparación. La preparación del mal es una labor de zapa de la que, durante años y años, se escuchan los golpes y se reciben los augurios.

El padre de Esteban era un jornalero, pero ganaba en aquel entonces lo bastante para vivir. En cuanto a su madre, a pesar de aquello, no podía librarse de los equilibrios económicos, tenazmente sostenidos; esto la envejeció rápidamente.

Por desgracia, la vejez prematura lleva aparejados el mal humor, la desidia y el aburrimiento de vivir. La madre de Esteban aguantó aquella lucha continua todo lo que pudo, pero en los últimos tiempos estaba rendida. Era una mujer en cierto modo joven, que poseía un nombre bello —⁠Victoria⁠— y que se derrotó lentamente a sí misma.

Lentamente primero y con más rapidez en seguida, la esposa fue sustituida por la madre de un modo definitivo. Quizá, a veces, ninguna de las dos existía. Por eso, en el padre comenzaron a desarrollarse los vicios pequeños y a nacer los grandes. Necesitaba buscar algo de alegría fuera de su hogar. Trabajaba muchas horas, y luego sólo encontraba una mueca triste y una cena desabrida.

Al principio llegó a interesarse por Esteban Ortiz, pero luego lo dejó, porque no le gustaba la pintura. Su hija tenía momentos deliciosos, a pesar de lo cual le contemplaba a él con relativa indiferencia, y más tarde, cuando se desarrolló, supuso que le daría demasiado trabajo, por lo que, aunque no era coqueta, comenzó a aburrirla. Vivía en una ciudad donde para encontrar alegría era preciso pagarla, pero se podía escoger. Él escogió. Los sábados por la tarde salía a las cuatro y volvía a las once. Sin pronunciar nunca una palabra. Cierto que durante diecisiete años se había mantenido más o menos fiel, pero el hombre —⁠pensaba⁠— no se ha hecho para las eternidades. Aunque todos estaban tranquilos, porque no podía gastar más allá de diez pesetas.

Sin embargo, la pasión exige, y cuando no es posible gozar con lo bello se goza con lo feo. Las casas de placer estaban divididas en categorías. Él llegó adonde pudo. Sin precauciones y sin hacerse ninguna reflexión. El placer es el capítulo más misterioso en la historia de los seres, y causa cierto asombro investigar en los negros tejidos de su fondo.



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